Nací
en noviembre de 1757. Mis padres eran fabricantes de medias. Desde niño las
visiones han sido mi deleite, poco común. A los cuatro años, grité al ver en una ventana impreso el rostro de Jesús. Mis
padres no me creyeron y, por sugerencia de mi madre, terminé por desmentirme
para evitar una paliza de mi padre. A los 11 años, una vez más, me visitó otra
visión. En esta ocasión se trató de un árbol repleto de ángeles con alas relucientes
como estrellas. Entre todas ellas la que más me cautivó fue la visión del
funeral de un hada, su cuerpo se posó sobre el pétalo de una rosa. Mi vida siempre
cercada de ángeles. Luego que empecé a escribir mis cantos, esas figuras se
presentan dominando las imágenes, conversan conmigo, me llevan consigo por un
mundo espantoso de luces y magia.
Cuando cumplí 15 años, ya dibujaba y escribía, mi padre me
inscribió en el taller de grabado de James Basire. Por siete años me puse a
copiar la obra de grandes maestros y también a esbozar mis propias ideas. Cautivado por la obra de Da
Vinci, Rafael, Miguel Ángel, al mismo tiempo me atraían los dibujos góticos que se repetían con frecuencia en las tumbas y en la
estatuaria de la Abadía de Westminster. Esta combinación de milagros de la creación
definirán las minucias esenciales de lo que realicé en toda mi vida.
En 1779 fui admitido como grabador de la
Royal Academy School, donde hice mi primera exposición, a los 23 años. En esta
misma academia hice otras cinco exposiciones individuales. Y, gracias a ella me
convertí en un grabador con participación en el mercado de publicidad, aunque la crítica jamás
haya reconocido el valor de mi trabajo.
Estos fueron los años en los que tuve mi
único desencanto amoroso, algo que por suerte fue definitivamente borrado de mi
memoria al conocer a Catherine con quién
me casé en 1782. A pesar de tener el mismo nombre que mi madre, lo que
en ella me tocó con la fuerza de un presentimiento fue la certeza de una
predestinación. Catherine era hija de un modesto jardinero, no tenía instrucción
alguna, y me conoció en un momento doloroso
de desventura amorosa y soledad moral. Yo le enseñé no solo a leer y a
escribir, sino también el arte del grabado y a colorear mis dibujos.
Estos primeros años de vida con
Catherine coinciden con la muerte de mi hermano más joven, Robert, con quien
montamos un taller en un barrio popular. Los tres juntos llevamos una vida bien
fértil combinando creación, afinidades y alegría de vivir. Cuando Robert se fue,
en 1787, es intenso el vacío que su muerte provocó en mi alma. Menos de un año después,
me visitó su espíritu y me enseñó la técnica de mezclar poema e imagen en una misma
plancha de metal. Yo no sería nada sin la muerte de mi hermano y sin la
presencia física de mi mujer. Yo soy hijo de mi hermano.
Mis primeros experimentos siguiendo las
orientaciones de mi hermano se contrastan entre sí como las dos caras de una misma
moneda. Las canciones de la Inocencia están
ambientadas en mis visiones angelicales, con su creencia en la naturaleza
humana, presagios, imágenes oníricas. Cinco años después, cuando publico Las canciones de la Experiencia, la
revolución francesa había ensordecido aquel joven que escuchaba el inocente llamado del cordero. Todo lo
que yo veía delante de mí era un mundo de terror, la visión de una tierra
devastada por el descreimiento, de una noche destrozada por simulaciones
agónicas. Mis ángeles se convertían en tigres. Al escribir el último poema de
este libro yo ya había perdido mi inocencia.
La
Crueldad tiene Corazón Humano
Y la envidia un
Humano Rostro;
El Terror la
Humana Forma Divina
Y el Secreto el
Ropaje Humano.
Este era el fruto actual de mis visiones.
El horizonte caótico de las expectativas sociales alimentándose del prejuicio
religioso y de la miseria filosófica. No era posible observar el mundo sino por
la lente de una alegoría, al mismo tiempo en el que la alegoría jamás salvaría al
hombre de los destrozos de sus equívocos. Lo que eventualmente nos distancia del
restante reino animal es que no podemos vivir solamente para nosotros mismos,
para la fabulosa soberanía de la especie humana sobre las demás. Y tanto llevamos
esta superioridad en serio que nos tornamos superiores a nosotros mismos, al
establecer una clase de valores que dignifican a unos y subordinan a otros. El hombre es una
especie rara de contradicción en la naturaleza. Y su pecado más grave fue haber
inventado la religión como una forma de disuadir la humanidad de su esencia
común incondicional.
Por veinte años pude realizar mis
trabajos gracias a los intereses de los patrocinadores que confiaron en mi
dedicación y, también en mi dedicación a algunas de sus sugerencias. Todos los seguidores de una secta
son tan esclavos como soldados en campos de batalla o en regímenes militares. Fui
acusado como sedicioso y lunático por pensar así. Político o religioso, el
poder jamás aceptará ser impugnado. No soy profeta de nada. La humanidad
perdura en sus tinieblas, siempre dedicada a las facilidades del caos.
Yo dije muchas veces que el hombre solamente
se comunica con el Paraíso a través de la poesía, de la pintura y de la música.
Yo creo que el hombre se hizo a sí mismo en la condición de un creador, cuyo
destino es marcado por la percepción y no por la razón. El hombre existe apenas
para crear. Este es su único evangelio. En la naturaleza existen tantas formas
como las que yo puedo concebir, tangibles o no. Lo que me acercó a Jó o a Dante
fue el entendimiento de que la debilidad espiritual del hombre lo lleva a
inventar tanto una divinización autoritaria de sí mismo como a una horda de
seguidores. La vida humana es natural y su incondicionalidad radica
exclusivamente en la fluidez de esa naturalidad.
Cuando bosquejé a los cuatro Zoas
imaginé un mundo en el cual pudiéramos recuperar la identidad original. Somos la
obra laberíntica de todas las nuestras ilusiones y alusiones, lo que nos toca
ver y desear, crear y recordar, explicar o no. Somos frutos del amor y gracias
únicamente a él todas las formas se unen, se funden en solo una. Solamente el
amor ambienta nuestras contradicciones. El amor es un trazo únicamente humano. Los
dioses no aman, tampoco lo hacen las babosas o los unicornios.
Viví una época patrocinada por un
horror sacrílego a la Imaginación. Dios se oponía a toda y cualquier visión
espiritual. No debería más ser aceptado como señor del amor y de la bondad, pero
sí como un filtro que establece la alabanza como norma, en lugar de la afinidad.
Dios no era más humano. Había sido convertido en catedral y papiro. Yo fui
culpado por oponerme a mi tiempo, en
todas sus limitaciones –por mi
concebidas como tales, dijeran–, pero lo que siempre tuve en mente es que no hay
nada más fundamental en la vida del hombre que no sea crear y crear y crear. Por
lo que debemos poblar el espectro de la existencia humana: con nuestras creaciones.
Así surgieron personajes en mis
escritos que se destacan por la discordancia entre ellos, firmando una recusa
frontal a la ortodoxia. Yo busqué todas las voces. No apenas para oírlas, si
para encarnarlas. Siempre quise saber cómo
ellas reaccionarían dentro de mí. El mundo es la casa de todos, jamás podremos
imponer a nadie nuestras convicciones o expectativas. Los siglos se amontonarán
y el hombre seguirá repitiendo mi error.
Todas las ventanas construidas como una
forma para que nos conozcamos a nosotros mismos, y también a nuestras
posibilidades infinitas, serán tomadas por la misma limitación, la de la imposición de una visión. Yo tuve mi vida
pautada por una secuencia inagotable de visiones y jamás alguna de ellas se
impuso delante de mis ojos como una razón única. El hombre siempre tuvo bondad en
su corazón, pero siempre la rechazó. Esta tal vez sea la única carta del naipe
existencial que yo jamás comprendí.
En el día 12 de agosto de 1827, me
morí. Yo no estaba propiamente cantando sobre las cosas que veía en el cielo. Canté toda mi vida, anclando mis
abstracciones en una melodía. Tanto la imaginación como la razón carecen de
ritmo. Catherine estuvo conmigo en la hora de mi muerte. Yo siempre conté con ella
para que ella fuera mi infinito. Catherine es mi horizonte y sé que sobrevivo en ella.
Cada muerte recoge sus páginas
aparentemente dispersas y busca limitar los efectos de un brillo peculiar con el
cual jamás se identificará. La vida es generosa en su escala de disensión. La muerte
contrató un teatro de fantoches para garantizarle perpetuidad. ¿Quién es el
implacable tirano: el que nos impone la vida o su extinción? ¿Cómo crear reglas
destinadas a lo que no comprendemos? Tus obras rebeldes pueden ser enterradas
contigo. Nadie estará aquí mañana. Tu tumba debería estar lejos del júbilo de tu memoria. Pero la última
tumba parece ser la única forma con la cual los muertos participan de la vida.
[Este texto
es un extracto de un guion inédito para novela gráfica, dedicado a la vida y a
la obra de William Blake. Traducción al español Eva Schnell.]